Ensueños

La forastera llegó conteniendo el aliento a la concurrida estación de trenes. Con la valija repiqueteando a sus espaldas sobre los adoquines de la Gare du Nord, salió al encuentro de una mañana en la Ciudad de la Luz. El sol extendía perezosamente sus finos dedos a través de la bruma matutina y una ligera brisa alborotaba las papeletas abandonadas a la mitad de la calle. Parecía un día parisino como cualquier otro. Sin embargo, una atmósfera electrizante había comenzado a cernirse desde la llegada del tren de las 9 en punto, hora en que los ensueños comenzaron a inquietarse y a salir de sus escondites.

Nuestra forastera, F, se colocó al final de la fila de viajeros que, como ella, buscaban taxi y alisó el trozo de papel donde había anotado su destino. A pesar del perceptible temblor en sus dedos y del nerviosismo que se asomaba detrás de un par de gafas, la chica dejó que una sonrisa se dibujara en sus labios. Después de todo, nada de ordinaria tenía aquella mañana.

Después de que abordara y murmurara tímidamente la dirección, el auto se perdió en el tráfico. Estando allí, en una calle de nombre desconocido y techos altos, el día en que el teléfono de F había sonado con la noticia que la cambiaría para siempre parecía lejano. Una voz al otro lado de la bocina le había informado que había sido invitada a participar en un prestigiado programa de periodismo. Sin dudarlo renunció a su empleo, hizo su maleta y se preparó para partir.

Los primeros ensueños aparecieron en cuanto F vio el número 24 de metal oxidado que colgaba sobre una puerta roja en el barrio de Montmartre. Llegaron sigilosos, como diminutas motas de colores brillantes que pasaron desapercibidas para la joven. “Hogar, dulce hogar”, pensó F, al tiempo que giraba una llave dentro de la cerradura. Con trabajo arrastró la maleta hasta el segundo piso y se plantó por un momento frente al departamento número 4 antes de entrar.

Era una pieza sencilla, una sola habitación con todo lo necesario y un pequeño cuarto de baño en la esquina más alejada. Después de deshacerse de la pesada valija y del bolso que colgaba de su hombro, F se acercó a la ventana y la abrió de par en par. Los ensueños que habían estado espiando aprovecharon la oportunidad para colarse a la habitación y ocultarse, al menos por ahora, detrás del librero aun vacío y de una pintura al óleo de la campiña francesa. Todos excepto uno, que astutamente se prendió de una hebra de cabello de F. Sin sospechar que el breve destello multicolor que había percibido con el rabillo del ojo era el presagio de lo que se avecinaba, F se preparó para perderse en las calles parisinas y así iniciar su aventura.

Montmartre, Enero 2018

Desde el momento en que los ojos de F se comenzaron a llenar de lo desconocido, fue atrayendo a más y más ensueños. Algunos eran tan pequeños como la primera chispa que se alojó en su cabellera. Estos usualmente llegaban con lo cotidiano: las aves que volaban con el crepúsculo, el ir y venir de los autos, la multitud de turistas en los Campos Elíseos, las amplias avenidas y los estrechos callejones, el aroma a café recién hecho que envolvía las cafeterías del distrito bohemio. 

Había otros ensueños tan extraños como complejos. El que llegó la primera vez que F caminó a la orilla del Sena parecía un filamento de mercurio azulado. Navegaba incesantemente desde su coronilla hasta las puntas y de regreso. Cuando la Torre Eiffel apareció a lo lejos, una horda de ensueños llegó flotando desde la cima de la misma estructura y se alojó cerca de su nuca. Los de la Catedral de Notre Dame eran tan coloridos como los vitrales de los que provenían. 


París, Julio 2016

Un fenómeno extraño ocurría cada vez que visitaba un museo, iba al teatro o cine, o leía a los grandes escritores franceses en su tierra natal. Los ensueños que surgían en aquellos momentos contenían un núcleo muy singular. Al detenerse frente a la Mona Lisa en el Louvre, un par de ensueños rosados abandonó el cuadro para acomodarse en las comisuras de los labios de F. Cuando vio La Bohème, las palabras de los actores se transformaron en ensueños que viajaron hasta el palco donde F. observaba extasiada. La noche que acudió a una función de Les Enfants du Paradis, volvió a casa con una nueva colección de ensueños que se agruparon sobre sus sienes. A los de esta clase, les gustaba acomodarse a ambos lados de la cabeza de F y susurrar sobre aquello que solo los ensueños conocen.

Una tercera clase de estos seres era la que más perturbaba a F. No han de malentender, no le causaban molestia alguna, pero eran los que más visibles se hacían, a pesar de ser completamente traslúcidos. Estos ensueños cambiantes, se manifestaban cada vez que F hablaba con una persona. Entre más profunda fuera una plática, los ensueños que aparecían eran más versátiles y complejos. Estos no se conformaban con parecer simples motas danzantes, sino que se fusionaban y dividían a capricho. 

F sabía que, como periodista, lo importante era estar atento. Observar lo que mundo tuviera que mostrar y escuchar lo que las personas tuvieran que decir. Ella creía que las mejores historias surgían de los lugares más inesperados. Fue así como descubrió que la vecina del número 33, una anciana que pasaba el día mirando por la ventana, había sobrevivido a la invasión alemana durante la Segunda Guerra Mundial. Que el padre del dueño de la cafetería que frecuentaba, había sido colega de Louis Jouvet y que aún conservaba diarios repletos de historias del cine francés de la primera mitad del siglo XX. Y fue como descubrió los relatos locales que habían pasado de padres a hijos sobre personajes tan célebres como Picasso, Piaf y Zidler. Historias intrigantes para una periodista, pero historias ajenas, al fin y al cabo. F comenzaba a sentir que debía encontrar algo más, algo que realmente le perteneciera.

Los ensueños que aparecían con los relatos que escuchaba de viva voz se aglomeraban sobre los párpados y pestañas de F. La metamorfosis que ocurría entonces, la desconcertaba. Por extraño que resultara, las facciones de los narradores parecían mutar por momentos para reflejar las propias. De forma similar, en ocasiones al mirarse al espejo, su reflejo le devolvía algo de lo que había visto o escuchado. Era como si un velo de apariencia ondulatoria y a veces brillante se extendiera sobre sus ojos, llenando su mundo de matices que antes creía inexistentes. Lo que F ignoraba es que era obra de los ensueños que danzaban inquietos a la expectativa de ver su misión realizada.

El momento de regresar a casa se acercaba y F sentía un peso descomunal sobre sus hombros. No sólo eso, todas las noches, antes de dormir, un enjambre de pensamientos caóticos se hacía presente. Ideas multicolor rondaban su mente tan persistentemente que incluso podía asegurar que se materializaban como fuegos artificiales que estallaban ante sus ojos. 

Unos días antes de su partida, en una mañana idéntica a la de su llegada, F se sentó frente a una taza de café y un croissant recién horneado en uno de los lugares que se habían convertido en sus predilectos. A través del vidrio, la Plaza Dauphine despertaba con el ocasional transeúnte que la cruzaba camino al trabajo o que simplemente daba un paseo matutino con su mascota. Pero F no parecía notarlo, se limitó a sacar libreta y pluma y dejó que su mente vagara sin rumbo definido. Distraídamente, comenzó a juguetear con la pluma en su cabellera y fue entonces que los ensueños aprovecharon la oportunidad de cumplir su propósito. Cuando suficientes ensueños lograron aferrase al bolígrafo, una expresión peculiar se cinceló sobre el rostro de F. 

Plaza Dauphine, Julio 2016

En cuanto la pluma tocó la hoja en blanco, los ensueños comenzaron a fluir no solo como palabras y oraciones, sino como experiencias y emociones vividas. Su transmutación estaba completa y con ella, su misión se veía cumplida. En medio de un espectáculo de motas, chispas y hebras que se entretejían sobre una libreta tan mundana como cualquier otra, entre tazas de café humeante por la mañana y copas de vino por la tarde, F comenzaba a escribir su propia historia.

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