El Ickabog. Capítulo 1: El Rey Fred Sin Miedo


Esta es una traducción de The Ickabog por J.K. Rowling. Encuentra el original en inglés aquí.


Había una vez, un pequeño país llamado Cornucopia, que durante siglos había estado gobernado por una larga línea de reyes de cabello rubio. El rey al momento en que escribo esta historia se llama Fred Sin Miedo. La parte de “Sin Miedo” la había anunciado él mismo en la mañana de su coronación, en parte porque sonaba bien con “Fred”, pero también porque alguna vez había logrado capturar y matar una avispa el mismo, sin contar, claro, a cinco lacayos y al limpiabotas.

El Rey Fred Sin Miedo llegó al trono siendo muy popular. Tenía unos preciosos rizos rubios, un distinguido y amplio bigote y se veía magnífico en pantaloncillos ajustados, jubones de terciopelo y camisas de volantes que los hombres ricos vestían en esa época. Se decía que Fred era generoso, que sonreía y saludaba siempre que alguien se encontraba con él y que se veía muy guapo en los retratos que se distribuían a lo largo y ancho del reino, para ser colgados en los ayuntamientos. Los habitantes de Cornucopia eran muy felices con su nuevo rey, y muchos pensaban que haría un trabajo aún mejor que su padre, Richard el Justo, cuyos dientes (aunque nadie lo mencionaba en aquel tiempo) estaban un tanto torcidos.

El Rey Fred estaba secretamente aliviado al encontrar cuan sencillo era gobernar Cornucopia. De hecho, la nación parecía funcionar por sí sola. Casi todos tenían bastante comida, los comerciantes ganaban cuantiosas sumas de dinero, y los consejeros de Fred se encargaban de cualquier problema que surgía. Lo único que le quedaba a Fred por hacer era sonreír a sus súbditos cuando salía de su carruaje e ir de cacería cinco veces a la semana con sus dos mejores amigos, Lord Spittleworth y Lord Flapoon.

Spittleworth y Flapoon poseían amplias propiedades en el país, pero encontraron que era mucho más barato y entretenido vivir en el palacio con el rey, comiendo de su comida, cazando sus venados y asegurándose de que el rey no se enamorara de ninguna de las bellas doncellas de la corte. No deseaban que Fred se casara porque una reina podría arruinar toda la diversión. Por algún tiempo, a Fred parecía agradarle Lady Eslanda, quien era tan morena y hermosa como Fred era rubio y apuesto. Pero Spittleworth había persuadido a Fred de que ella era demasiado seria e intelectual para que la nación la amara como reina. Fred no sabía que Lord Spittleworth le guardaba rencor a Lady Eslanda. Una vez le había propuesto matrimonio, pero ella lo había rechazado.

Lord Spittleworth era muy delgado, astuto y listo. Su amigo Flapoon tenía un rostro rubicundo y era tan enorme que se requerían seis hombres para ayudarlo a montar su igual de enorme caballo castaño. A pesar de no ser tan inteligente como Spittleworth, Flapoon era más perspicaz que el rey.

Ambos lords eran expertos en halagos, y pretendían sorprenderse por cuan bueno era Fred en todo desde montar hasta en el juego de la pulga saltarina. Si Spittleworth tenía un talento particular, era persuadir al rey a hacer cosas que le convinieran, y si Flapoon tenía un don, era convencer al rey de que nadie en el mundo le era tan leal como sus dos mejores amigos.

Fred pensaba que Spittleworth y Flapoon eran dos tipos buenos y alegres. Ellos lo urgían a organizar fiestas elegantes, elaborados picnics y suntuosos banquetes. Después de todo, Cornucopia era famosa, más allá de sus fronteras, por su comida. Cada una de sus ciudades era bien conocida por un tipo diferente, y cada una era la mejor del mundo.

La capital de Cornucopia, Chouxville, yacía al sur de la nación y estaba rodeada por acres de huertos, campos de reluciente trigo dorado y pasto verde esmeralda en el que blancas vacas lecheras pastaban. La crema, harina y frutos que producían los granjeros eran usados por los excepcionales panaderos de Chouxville, quienes hacían pastelillos.

Piensa, si te apetece, en el más delicioso pastel o galleta que hayas probado alguna vez. Bien, déjame decirte que ellos estarían de lo más avergonzados de servirlo en Chouxville. A menos que los ojos de un hombre maduro se llenaran de lágrimas de placer al morder un pastelillo de Chauxville, se consideraba un fracaso y nunca volvía a hornearse otra vez. Las ventanas de las pastelerías de Chouxville estaban repletas de manjares como Sueños de Doncellas, Cunas de Hadas, y los más famosos de todos, Esperanzas de Paraíso, que era tan exquisito y dolorosamente delicioso que se reservaba para ocasiones especiales donde todos lloraban de felicidad al comerlo. El rey Porfirio, del vecino Pluritania, ya había enviado una carta al Rey Fred ofreciéndole la mano en matrimonio de cualquiera de sus hijas a cambio de un suministro de por vida de Esperanzas de Paraíso, pero Spittleworth había aconsejado a Fred que se riera en la cara del embajador de Pluritania.

“¡Sus hijas no son lo suficientemente bellas como para darle Esperanzas de Paraíso a cambio, señor!” dijo Spittleworth.

Al norte de Chouxville se extendían más campos verdes, ríos centelleantes, donde se criaban vacas negras y cerdos rosados y felices. Éstos servían a las ciudades gemelas de Kurdsburg y Baronstown, que estaban separadas una de la otra por un puente de piedra sobre el río principal de Cornucopia, el Fluma, donde coloridas barcazas transportaban bienes de una punta del reino a la otra.

Kurdsburg era famosa por sus quesos: ruedas grandes y blancas, bolas densas y anaranjadas, barriles azulados que se deshacían al tacto, y pequeños quesos cremosos más suaves que el terciopelo.

Baronstown era celebrado por sus jamones ahumados y rostizados con miel, su tocino, salchichas picantes, sus filetes de res tan suaves que parecían derretirse y sus empanadas de carne de venado.

Las humaredas saladas que se alzaban sobre las chimeneas de ladrillo rojo de Baronstown se mezclaban con el aroma penetrante que flotaba en las portezuelas de los locales de Kurdsburg, y por cuarenta millas a la redonda, era imposible no salivar al respirar el delicioso aire.

Unas horas al norte de Kurdsburg y Baronstown, te encontrabas con acres de viñedos donde crecían uvas tan grandes como huevos, siempre maduras, dulces y jugosas. Si se continuaba viajando el resto del día, se llegaba a la ciudad de granito Jeroboam, famosa por sus vinos. Se decía que el aire de Jeroboam era capaz de ponerte un tanto achispado simplemente al caminar por sus calles. Las mejores cosechas eran vendidas por miles y miles de monedas de oro, y los mercaderes de vino de Jeroboam eran algunos de los hombres más ricos del reino.

Pero un poco más al norte de Jeroboam, ocurría algo extraño. Era como si la tierra mágicamente rica de Cornucopia se hubiera agotado al producir el mejor pasto, la mejor fruta y el mejor trigo del mundo. Justo en el extremo norte se encontraba un lugar conocido como las Marshlands, y lo único que allí crecía eran champiñones insípidos y gomosos, y pasto seco y fino que era útil tan solo para alimentar a algunas ovejas desnutridas.

Los habitantes de las Marshlands que cuidaban de las ovejas no tenían la apariencia sana, rolliza y presentable de los ciudadanos de Jeroboam, Baronstown, Kurdsburg o Chouxville. Ellos eran demacrados y harapientos. Sus malnutridas ovejas nunca se vendían a buen precio, ni en Cornucopia ni en el extranjero, entonces muy pocos habían llegado a probar los deliciosos vinos, quesos, reses o pastelillos. El platillo más común en las Marshlands era un grasiento estofado hecho con las ovejas que eran ya muy viejas para ser vendidas.

El resto de Cornucopia consideraba a los habitantes de las Marshlands un grupo extraño – ciertamente sucios y malhumorados. Tenían voces ásperas, lo que hacía que los imitasen, haciéndolos sonar como viejas ovejas roncas. Se hacían bromas acerca de sus modales y su simplicidad. En lo que al resto de Cornucopia concernía, lo único memorable que había surgido de las Marshlands era la leyenda del Ickabog.

Comments

Popular posts from this blog

STEMinismo: El futuro es femenino

El enigma del manuscrito Voynich

Los universos de Marina II