El Ickabog. Capítulo 8: El Día de Petición.
Esta es una traducción de The Ickabog por J.K. Rowling. Puedes leer el original en inglés aquí.
Egoísta, vanidoso y cruel. Egoísta, vanidoso y cruel.
Las palabras hicieron eco en la mente del rey mientras se ponía su gorro de dormir de seda. No era cierto, ¿o sí? A Fred le tomó un largo tiempo conciliar el sueño, y cuando despertó por la mañana, se sentía aun peor.
Decidió que quería hacer algo amable, y lo primero que se le ocurrió fue recompensar al hijo de Beamish, quien lo había defendido de aquella desagradable pequeña. Así que tomó un pequeño medallón que usualmente colgaba alrededor del cuello de su perro de caza favorito, pidió a la doncella que lo atara a un listón y convocó a los Beamish al palacio. Bert, a quien su madre había sacado de clase y vestido rápidamente con un traje de terciopelo azul, estaba mudo de asombro en presencia del rey. Entretenido, Fred pasó varios minutos hablando al niño con amabilidad, mientras que sus padres parecían estallar de orgullo. Finalmente, Bert regresó a la escuela, con su pequeña medalla de oro alrededor del cuello, y fue la sensación del patio de juegos aquella tarde; incluso para Roderick, quien era su principal acosador. Daisy no dijo nada y cuando Bert y ella cruzaron miradas, él se sintió acalorado e incómodo, y escondió la medalla por debajo de su camisa.
El rey, mientras tanto, aun no se sentía completamente feliz. Una sensación de inquietud prevalecía, como indigestión, y nuevamente encontró difícil dormir esa noche.
Cuando despertó al día siguiente, recordó que era el Día de Petición.
El Día de Petición era un día especial que ocurría una vez al año, cuando a los ciudadanos de Cornucopia se les permitía una audiencia con el rey. Naturalmente, estas personas eran investigadas cuidadosamente por los consejeros de Fred antes de permitirles verlo. Fred nunca había lidiado con grandes problemas. Recibía a personas cuyos problemas podían ser resueltos con unas pocas monedas de oro y algunas palabras amables: un granjero con un arado roto, por ejemplo, o una anciana cuyo gato hubiese muerto. Fred había estado esperando con ansia el Día de Petición. Era su oportunidad para vestir su ropa más fina, y encontraba muy conmovedor cuánto significaba él para la gente ordinaria de Cornucopia.
Los sirvientes de Fred lo estaban esperando después de desayuno para vestirlo con un nuevo traje que había solicitado el mes anterior: pantalones de satín blanco y jubón a juego, con botones de oro y perla; una capa con borde de armiño y forrada en escarlata; y zapatos de satín blanco con hebillas de oro y perla. Su ayudante lo esperaba con una tenazas doradas, listo para rizar su bigote y un paje aguardaba con varios anillos con joyas sobre un cojín de terciopelo, esperando que Fred hiciera su elección.
“Llévense todo eso, no lo quiero,” dijo el Rey Fred con molestia, señalando la vestimenta que sus lacayos sostenían para su aprobación. Los sirvientes se congelaron. No estaban seguros de haber oído correctamente. El Rey Fred había mostrado un inmenso interés en el progreso del traje, y él mismo había solicitado la adición del forro escarlata y las elegantes hebillas. “¡He dicho que se lo lleven!” dijo con brusquedad, al ver que nadie se movía. “¡Tráiganme algo sencillo! ¡El traje que vestí al funeral de mi padre!”
“¿Se… se siente bien, Su Majestad?” preguntó su lacayo, mientras los sirvientes atónitos se inclinaban y apresuraban a salir llevando el traje blanco, regresando con el negro el doble de rápido.
“Por supuesto que estoy bien” estalló Fred. “Pero soy un hombre, ¡no un frívolo fantoche!”
Se vistió con el traje negro, que era el más sencillo que tenía a pesar del borde plateado en los puños y el cuello, y de los botones de diamante y ónix que lo hacía bastante espléndido. Entonces, para sorpresa de su lacayo, le permitió rizar solo las puntas de su bigote, antes de despedirlo a él y al paje que sostenía el cojín lleno de anillos.
Ahí lo tienen, pensó Fred, examinándose en el espejo ¿Cómo podría alguien llamarlo vanidoso? El negro definitivamente no es uno de mis mejores colores.
Tan inusualmente veloz había sido Fred al vestirse, que Lord Spittleworth, quien estaba haciendo que uno de los sirvientes de Fred sacara la cera de sus oídos, y Lord Flapoon, quien engullía un plato de Delicias de Duques que había ordenado de la cocina, fueron tomados por sorpresa, y llegaron corriendo desde sus habitaciones, abrochándose su chalecos y brincando mientras se ponían las botas.
“¡Dense prisa, flojos!” llamó el Rey Fred, con el par siguiéndolo por el corredor. “¡Hay gente que espera mi ayuda!”
¿Y un rey egoísta se apresuraría para ir a reunirse con gente simple que buscaba favores de él? pensó Fred. No, ¡no lo haría!
Los consejeros de Fred estaban sorprendidos de verlo a tiempo, y vestido tan sencillamente. Sin lugar a dudas, Herringbone, el Asesor en Jefe, mostraba una sonrisa de aprobación mientras hacía una reverencia.
“Su Majestad llega temprano,” dijo. “Las personas estarán encantadas. Han estado formadas desde el amanecer.”
“Déjalos pasar, Herringbone,” dijo el rey, sentándose en su trono y haciendo señas a Spittleworth y Flapoon para que tomaran sus asientos uno en cada lado.
Las puertas se abrieron y, uno por uno, los peticionarios entraron.
Los súbditos de Fred a menudo se cohibían al encontrarse frente al rey en persona, aquel cuya foto colgaba en los ayuntamientos. Algunos comenzaban a reírse u olvidaban a qué habían ido, y una o dos personas se desmayaban. Fred se comportaba particularmente cortés, y cada petición terminaba con el rey dando un par de modelas de oro, bendiciendo a algún bebé o permitiendo que alguna anciana le besara la mano.
Este día, a pesar de todo, mientras sonreía y repartía monedas de oro y promesas, las palabras de Daisy Dovetail continuaban resonando en su cabeza. Egoísta, vanidoso y cruel. Él quería hacer algo especial para demostrar el hombre maravilloso que era – para probar que estaba dispuesto a sacrificarse por otros. Todos los reyes en Cornucopia habían entregado monedas de oro y concedido favores banales en el Dia de Petición: Fred quería hacer algo tan espléndido que se contaría durante años, y uno no entraba a los libros de historia por reemplazar el sombrero favorito de un agricultor.
Los dos lords a los lados de Fred comenzaban a aburrirse. De buena gana se hubieran marchado a repantigarse en sus habitaciones hasta la hora del almuerzo, en lugar de estar sentados escuchando a los campesinos hablar de sus problemas insignificantes. Después de varias horas, el último solicitante salió del Salón de Trono entre agradecimientos, y Flapoon, cuyo estómago había estado crujiendo por casi una hora, se levantó de su silla con un suspiro de alivio.
“¡Hora del almuerzo!” exclamó Flapoon, pero al tiempo en que los guardias intentaban cerrar las puertas, se escuchó un alboroto, y las puertas se abrieron de par de par una vez más.
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