Tabaco
El sol ya se había puesto cuando salí del enorme complejo industrial un viernes por la noche. “Vaya forma de terminar la semana”, pensé. La tortuosa reunión a la que éramos sometidos cada mes no podía ser evitada siendo director de producción: horas y horas de reportes y planeaciones eran el pan de cada primer viernes de mes. “El secreto de una empresa como la nuestra es una maquinaria bien engrasada”. Esas eran las palabras que Julián Álvarez nos repetía a cada oportunidad, “y cada uno de ustedes es un engrane elemental para su funcionamiento”, completaba antes de dirigirnos una sonrisa condescendiente.
Mientras las brillantes letras que leían “Textiles Álvarez” se perdían a mis espaldas apresuré el paso. Una fina llovizna comenzaba a caer y yo aún me encontraba a varias cuadras de mi departamento. Al llegar a la siguiente esquina, como si lo hubiera invocado con el ritmo de mi caminar, la lluvia se transformó en un aguacero. Corrí intentando cubrirme con el portafolio y lanzando maldiciones al no poder evitar los charcos y riachuelos. Me detuve bajo una cornisa y miré hacia ambos lados de la calle. La mayoría de los locales ya habían cerrado, solo un par de establecimientos estaban iluminados: una tabaquería con luces neón y un sobrio local que ponía “Cranium: Antigüedades”. Yo no fumaba, así que la decisión fue sencilla.
Abrí la puerta de “Cranium” y una campanilla anunció mi llegada. El local estaba casi vacío. Dos filas de estanterías y vitrinas se alzaban a mis costados formando un pasillo que conducía al mostrador. No había nadie a la vista, así que me quedé parado sobre un tapete que daba la bienvenida sin saber qué hacer. Recorrí el establecimiento con la mirada, sólo las marcas sobre el polvo eran vestigio de los objetos que alguna vez ocuparon los estantes.
‒ Tenemos liquidación, joven.
Me sobresalté. Un anciano había cruzado una puerta detrás del mostrador y me hablaba.
‒ Hoy es nuestro último día ‒ continuó ‒ Casi todo se ha vendido, pero aún nos queda esto ‒ dijo, mientras señalaba hacia la vitrina más cercana a su derecha.
‒ G…gracias ‒ contesté torpemente.
Me dirigí hacia donde había indicado, un poco avergonzado por el rechinido de mis zapatos inundados y por el camino de agua que dejaba tras de mí. La colección de objetos que habían sido renegados era más bien un conjunto de baratijas: joyería rota e incompleta, algunos juguetes de antaño inservibles, puñados de llaves oxidadas. El silencio me hizo levantar la mirada y descubrir que había dejado de llover. Tomé una caja de madera con un laurel, algo despintado, sobre la tapa y me giré hacia el mostrador.
‒ ¿Cuánto es por esto? ‒ pregunté.
‒ Lo que desee, joven ‒ dijo el anciano ‒ de cualquier forma, todo esto irá a parar a una bodega, si no es que a un basurero.
Saqué un billete algo húmedo y salí para ir por fin a casa.
Habiéndome dado un baño encendí el televisor y me metí en la cama. Mi adquisición yacía sobre la mesilla de noche. Alargué el brazo para alcanzarla y la coloqué sobre mi regazo. Las antigüedades no eran algo que me interesara. Sin embargo, me había sentido obligado a comprar algo como agradecimiento silencioso por el refugio durante el chubasco. Se trataba de una caja para puros que contenía una decena de fotografías algo desteñidas por el paso de tiempo: un grupo de hombres en overol sonriendo a la cámara, las torres humeantes de una fábrica, un hombre robusto con un puro entre los labios.
‒ o ‒ o ‒ o ‒ o ‒
A la mañana siguiente, desperté sediento y cubierto de sudor. Seguramente el chapuzón del día anterior ya mostraba sus efectos. Me levanté y caminé hasta el baño. Al mirarme al espejo, no me quedó la menor duda, un resfriado colosal se dibujaba detrás de mis ojos enrojecidos y mis mejillas calientes. Sin embargo, antes de volver a la cama, algo en mi reflejo llamó mi atención. Una mancha grisácea interrumpía el blanco de mi camiseta. Intenté limpiarla con mi pulgar y descubrí que era una especie de polvo. Me llevé a la nariz la tela y distinguí el leve pero inconfundible olor del tabaco. “Probablemente, la caja para puros contenía restos de ceniza” me dije, sin darle mayor importancia.
El día transcurrió pesadamente entre hojas de cálculo con proyecciones y correos electrónicos que se acumulaban en la bandeja de entrada. Al dar las tres de la tarde, ordené comida china y esperé la llegada del repartidor envuelto en una bata y sentado frente al televisor. Si bien la fiebre había aminorado, mi nariz goteaba constantemente. El teléfono móvil vibró sobre la mesa de noche y me apresuré a revisarlo. No era mi comida, sino un compañero de trabajo que me invitaba a ir por unos tragos más tarde. Después de contestar que me sentía demasiado enfermo para salir, me fijé en la caja para puros que yacía inofensiva bajo la lámpara de noche. La abrí y repasé nuevamente las fotografías. Nada inusual. Me detuve al llegar a la última, la del hombre que fumaba. Algo me decía que aquel había sido el dueño de la caja. El hombre vestía traje y corbata marrones, y ocultaba su voluminoso vientre detrás de un escritorio cubierto de papeles. Le di la vuelta a la fotografía y en letras pequeñas leí; Ernesto Chávez, 1969.
Después de comer regresé a mi habitación, dispuesto a descubrir quién era el hombre de la foto. Tomé mi portátil y tecleé “Ernesto Chávez 1969”. Miles de resultados se desplegaron ante mis ojos. No sería tarea sencilla. Incluí en mi búsqueda la palabra “fábrica”, el nombre de la ciudad y varias combinaciones más. Casi me había dado por vencido cuando un resultado llamó mi atención. Correspondía a los archivos digitalizados de la hemeroteca local. Di click sobre el hipervínculo y la página de un periódico de los setentas apareció en mi pantalla. Ahí, al centro del artículo, el mismo hombre de la fotografía me devolvía la mirada.
Leí ávidamente y encontré lo que buscaba. Ernesto Chávez había sido uno de los pilares de la industria textil en la ciudad. La fábrica era su orgullo y la fuente de su fortuna. Sin embargo, su imperio se desmoronó en 1978 cuando un incendio acabó con “Textiles Chávez”. Su fortuna, al igual que su fábrica, quedó reducida a cenizas después del incidente. Nunca se supo qué fue lo que causó el fuego. Aunque hasta el día de su muerte, el hombre sostuvo que todo había sido orquestado por su rival de negocios Alonso Álvarez, dueño de “Textiles Álvarez”.
Al terminar mi lectura, dejé escapar una carcajada al ver mi curiosidad saciada. Quién hubiera pensado que la caja para puros que ahora reposaba a mi lado había pertenecido al fundador de la empresa rival de “Textiles Álvarez” hace ya tantos años. Si bien, la historia nunca había sido esclarecida, daba pie a la especulación. Me pregunté si Julián sabría sobre aquello, tal vez valdría la pena preguntarle si se daba la oportunidad.
‒ o ‒ o ‒ o ‒ o ‒
Habían pasado ya varios días y el resfriado no parecía dar tregua. La fiebre aparecía al caer la noche y cada mañana despertaba con la boca reseca. La sensación de no haber descansado ni un poco era persistente y extrañamente, el aroma punzante del tabaco se había instalado en la habitación. Me resultaba inverosímil el hecho de que una caja tan pequeña desprendiera tan penetrante olor. Sin embargo, no encontraba otra explicación. El miércoles por la mañana resultó ser tan molesto que envolví la caja en una bolsa de plástico, la relegué a lo más profundo de un armario de cachivaches y abrí las ventanas de par en par antes de salir al trabajo.
Aquella tarde regresé al departamento para descubrir con sorpresa que el olor no se había desvanecido ni un poco. Molesto después de un día problemático y por el tufo a puro que me incomodaba, cené rápidamente, me metí en la cama y me sumí en un sueño inquieto.
Abrí los ojos y me encontré en una oficina, detrás de un escritorio rebosante de papeles. En una esquina, un tocadiscos de la década de los sesenta dejaba escapar la voz de un joven Frank Sinatra. Me removí en mi asiento y el sonido del cuero interrumpió la monótona escena al tiempo en que una sinfonía discorde de pasos, golpes y gritos comenzó a formarse más allá de los muros. El resplandor rojizo de las llamas danzaba detrás de los ventanales que me rodeaban. Pero yo continuaba impasible sobre mi asiento. Entonces, un hombre con el rostro deformado en una mueca de desasosiego apareció por la puerta. Ernesto Chávez caminó hacia mí, yo había quedado inmóvil. Tomó un puro de una caja de madera adornada con un laurel y lo encendió con parsimonia. Lo llevó a sus labios mirándome fijamente y se inclinó sobre mí. Después de unos segundos, que me parecieron una eternidad, exhaló y su rostro se difuminó detrás de una nube de humo.
‒ o ‒ o ‒ o ‒ o ‒
Abrí los ojos al sonido del despertador. Las sábanas enredadas eran testigo de un sueño inquieto. Sin embargo, por primera vez en días me sentí descansado. La fiebre había desaparecido y mis labios no reclamaban agua como se había vuelto costumbre. Tomé un baño y recorrí mi guardarropa hasta encontrar un traje marrón con corbata a juego. Antes de salir del departamento, recuperé la caja de madera y la guardé en mi portafolio, no sin antes dejar las fotografías sobre una pila de libros.
De camino a la oficina me detuve en la tabaquería y entré por unos minutos. Al salir al frío de la mañana, encendí uno de los puros que había comprado y me encaminé hacia “Textiles Álvarez” tarareando una canción:
‒ And now, the end is near…

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